divendres, 19 d’agost del 2011

Carpaccio de capellán


Cuando la izquierda pierde el norte, no puede resistir la tentación de zamparse unos curas

Antoni PuigverdLa Vanguardia / Artículos | 19/08/2011 - 00:00

ANTONI PUIGVED
La nueva visita de Benedicto XVI podrá gustar o no. El gasto de la JMJ podrá parecer justificado, si se tiene en cuenta la proyección universal del catolicismo; e injustificado, si se pone el acento en la crisis económica. Aunque, ciertamente, si se discute el gasto del Papa , también, por coherencia, habría que discutir el apoyo a todas las actividades que disgustan a un sector de la ciudadanía. El turismo, las ferias de muestras, los campeonatos olímpicos, la ópera, las carreras populares o el teatro experimental quizás molestan a los que no sacan directos beneficios de tales actividades, quizá desagradan a los que no participan de ellas; y, sin embargo, reciben el apoyo económico e institucional del Estado.

A muchos ciudadanos les parece lógico que Benedicto XVI sea recibido con gran deferencia por las autoridades democráticas. Al fin y al cabo, es la máxima autoridad de una confesión religiosa cuyas raíces se hunden en 2.000 años de historia, lo que otras corriente religiosas, culturales o ideológicas no pueden aducir. Y, al contrario, el apoyo institucional a tal visita causa irritación a otros muchos ciudadanos que, celosos de su agnosticismo o ateísmo (y confundiendo aconfesionalidad con laicismo), pretenden extirpar de raíz cualquier vinculación del Estado con el catolicismo (descrito por ellos con frecuencia como punta de lanza de la reacción antimoderna española).

Todo es discutible en una sociedad plural como la nuestra y, naturalmente, también la visita de Benedicto XVI. Lo que sorprende no es la discrepancia, no es la protesta, sino la beligerancia y la agresividad con que determinados sectores de izquierda, con el aval tácito del PSOE y con el apoyo de la izquierda cultural, han planteado la oposición a la visita: con una deplorable falta de respeto cívico. Los jóvenes españoles y extranjeros que anteayer paseaban por Madrid fueron escarnecidos de una manera que no aceptaríamos que se produjera contra otras confesiones religiosas (el acoso a los seguidores del Dalái Lama habría suscitado unánime rechazo). Ciertamente, la interpretación que el cardenal Rouco hace de la tradición católica se acerca, de forma inquietante, al dogmático y nada misericordioso nacionalcatolicismo. Pero por encima de la discrepancia y de la razón crítica, está el respeto: el reconocimiento del otro. Sin el reconocimiento del otro, la democracia deja de ser un ágora para convertirse en campo de trincheras.

El historiador Josep M. Fradera, en uno de sus luminosos ensayos, recuerda que, ya en el siglo XIX, los liberales y progresistas recurrieron al anticlericalismo como cortina de humo para enmascarar el fracaso de sus políticas. Volvió a pasar en los años treinta del pasado siglo. Y podría volver a pasar ahora: cuando la izquierda pierde el norte, no puede resistir la tentación de zamparse unos curas.