dilluns, 19 de desembre del 2011

La otra pobreza de Belén

Hay quienes, para enaltecer la pobreza, aseguran que la familia de Jesús fue pobre y presentan el nacimiento en Belén como un signo evidente. ¡No lo creo! Una cosa es ser pobre -careciendo de lo necesario- y otra vivir desprendido de ambiciones materiales. Esto último es lo que llamamos "pobreza espiritual". ¿Por qué el recelo hacia la vida próspera al tiempo que esforzada, honesta y generosa?

Muchos exegetas interpretan que José evitó"voluntariamente" quedarse en la posada porque el jolgorio y el hacinamiento convirtieron el lugar en insano moral y físicamente. Al Santo no le pareció sitio adecuado para pernoctar con su linda esposa en estado de buena esperanza. Sin duda prefirió el limpio y bello amparo de las estrellas, bajo la protección de una gruta o un cobertizo. Probablemente hizo lo mismo en anteriores noches durante el viaje.

El relato de Lucas sugiere esa interpretación: "porque no había sitio (adecuado) para ellos en la posada" (Lc 2,7). Del relato de Mateo se deduce que pronto se trasladaron a un hogar digno: "Al entrar en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas le rindieron homenaje" (Mt 2,11). La escena de los Reyes Magos ante el portal no es más que imaginación popular.

No era José, por tanto, pobre de solemnidad. Ni mucho menos. Pertenecía a la clase de los artesanos, lo que hoy llamaríamos clase media. De la profesión del Santo podemos deducir que vivían holgadamente de su trabajo. Ser carpintero entonces equivaldría hoy a ser ingeniero, con la diferencia del generalizado bajo nivel de vida y de que aquellos "ingenieros"ejecutaban con sus manos los propios proyectos. Era una actividad intelectual y manual al mismo tiempo. Ser carpintero era tener un trabajo relevante y asegurado con implicación en la construcción, en la agricultura y en los hogares.

Me imagino a José ejerciendo su dignísima profesión con honradez y magnanimidad. Sin cobrar jamás un precio injusto, ejecutando los encargos con mimo, perdonando deudas a quien no podía pagar, concediendo cómodos plazos y prestando su colaboración gratuita a familiares o vecinos. En absoluto me lo imagino mendigando favores o careciendo de lo necesario para vivir. Tenían la ventaja, además, de ser una familia reducida, con menores gastos que las habituales familias numerosas de la época. ¡Cuántos favores, consejos y consuelos saldrían de aquella santa casa!

Nada, absolutamente nada, ni la escritura, ni la historia, ni la lógica, pueden hacernos pensar que los padres de Jesús fueran pobres. ¿Quién puede imaginar siquiera que alguno de aquella familia elegida fuese tullido, leproso o deficiente? ¿Entonces, por qué pobres? Hay que decirlo claramente: la pobreza es una desgracia. Por tanto, no deseable para nadie, ni ejemplarizante para nadie. El ejemplo estará, o no, en la actitud ante la pobreza.

Para nosotros los cristianos la "pobreza material" no es una virtud, con frecuencia es el resultado de todo lo contrario: degradación propia o de otros que abusan de los unos. Virtud es el desprendimiento cuando tienes de qué desprenderte. Virtud es la generosidad, la austeridad, la ayuda, la entrega de uno mismo. Virtud es no dejarse arrastrar por las ambiciones materiales, por la superfluidad, por el derroche, por el ambiente hedonista, por el lujo y el placer egoístas. Virtud es luchar para combatir la desgracia de la pobreza, cuando ésta nos alcanza, o aceptar las situaciones irremediables. Virtud es no conformarse con vivir bien sino trabajar para que otros también lo consigan.

En aquel tiempo la prosperidad era seguro síntoma de la bendición de Dios. En cierta manera tenían razón. Dios bendice siempre al que trabaja, se esfuerza, se conduce rectamente y cultiva sus dones. Jesús lo diría expresamente en la "parábola de los talentos" y lo demostraría predicando a ricos y pobres por igual.

A Zaqueo no le exigió renunciar a sus bienes sino que le indujo, sólo con su presencia, a la restitución de lo robado y a la generosidad (Lc 19,2). A sus apóstoles los eligió entre trabajadores modestos o acomodados, como Mateo o Bartolomé, pero no entre los pobres. Les llamó para ayudar. ¿Cómo puede ayudar quien necesita ser ayudado?

Sus milagros se volcaron ampliamente en enfermos, minusválidos y doloridos, los más desprotegidos, los más necesitados. Pero también suministró el vino de la fiesta, multiplicó el alimento para todos sus oyentes sin distinción, auxilió a un rico centurión pagano, alivió el malestar de la suegra de un amigo, premió el esfuerzo y la fe en la pesca milagrosa, socorrió el miedo de los suyos en medio de la tormenta, etc.

Algunas personas condenan toda riqueza, todo bienestar, todo ahorro, toda inversión. Se escandalizan de que instituciones religiosas manejen dinero e inversiones. En su utópica defensa de los pobres rechazan a los ricos y "normalitos" e, incluso, condenan los medios económicos y la administración eficaz. No se atreven a denunciar las causas -a veces individuales y viciosas- de las distintas pobrezas. Sólo arremeten contra los ricos y la prosperidad de otros. ¿Podrá ese rechazo sacar de la pobreza a quienes se deslizan en ella? ¿Podrán los pobres sacar de la pobreza a otros pobres?

Esas personas -bien intencionadas o demagogas-hacen un flaco favor a los pobres despreciando a sus posibles ayudadores. Esa postura -en ocasiones patente y falsa ideología- huele a revancha, a envidia, a enfrentamiento y colisión, semillas de fracaso precisamente. En el subconsciente de muchos reivindicadores compulsivos suele haber resentimiento y heridas personales. ¡Bendita prosperidad honrada que permite aliviar la necesidad de los más débiles!

La desigualdad es legítima -en contra de la doctrina comunista- porque no estamos igualmente dotados y, sobre todo, porque empleamos desigualmente la libertad individual para explotar nuestra parcela. El problema está en la exageración de esa desigualdad, en la distancia abismal entre la retribución y el esfuerzo para obtenerla. No es racional ni ético que unos consigan en un año lo que otros no llegan a conseguir en toda una vida, ni en muchas vidas.

Esa desproporción injusta e irracional es la que hay que combatir. No somos dueños de nuestros dones. Nada nos pertenece enteramente. Todo lo hemos recibido. Por eso somos inexcusablemente tributarios de los más débiles (no de los más pillos) y es humanamente exigible atender las carencias de otros con los dones que gratuita o esforzadamente hemos recibido.

Quien se apropia de su inteligencia, de su fuerza, de su suerte, de su habilidad, de su éxito, de su poder, sólo en provecho propio, comete una abominable usurpación de la parte de sus hermanos menos dotados. Se lee en la Escritura: "Procurad tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, teniendo la naturaleza gloriosa de Dios, no consideró como codiciable tesoro el mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres" (Flp 2,5).

Ése es el camino de la hoy denostada "pobreza espiritual". Ése el ejemplo de entrega que nació en Belén y "pasó haciendo el bien" (He 10,38) con poder divino y compasión humana. Haciendo fructificar sus dones y compartiendo sus frutos.