dimarts, 6 de setembre del 2011

Si el conflicto de Austria terminara en cisma...


de 

Si el conflicto de Austria terminara en cisma, este no se detendría en Austria

4 de septiembre de 2011



Emilia Robles Bohórquez, presidenta de Proconcil.


La llamada a la desobediencia por parte de un 10 % de los sacerdotes austríacos no tendría por qué sorprender ni escandalizar, aunque se pueda estar más o menos de acuerdo. No es más que un síntoma de dinámicas que se vienen produciendo desde hace décadas en una sociedad como la austríaca (la primera que lanzó el Manifiesto Somos Iglesia en 1995). Era -por tanto- algo anunciado; tal vez no de esta manera, o no en esta fecha precisa, pero -en nuestro análisis- sabíamos que podía suceder.

Son los países con un catolicismo más acendrado y tradicional, como ocurre también en Irlanda, donde estos conflictos pueden surgir con amplitud y más virulencia; y se pueden orientar como en el caso de Austria, hacia una situación precismática. Esta deriva es funcional a producir una alerta máxima en la Iglesia, pero también puede desorientar si nos quedamos atrapados en esa expresión del conflicto.

Quedarse en el síntoma de la revuelta austríaca, no propiciaría un acierto en los cambios. No es menos grave el cisma silencioso que se viene produciendo en sociedades más secularizadas, ante una Iglesia cuyas relaciones, lenguajes y ética no convencen y le restan credibilidad y eficiencia en su Misión evangelizadora. Es una ruptura fáctica que no sólo afecta a los ciudadanos de a pie -que dejan de identificarse masivamente con una institución y a criticarla- sino que afecta a sacerdotes y religiosos, disminuidos en número y, a veces en sentido, cuyos miembros críticos más comprometidos se centran en cuestiones sociales y de compromiso con pobres y excluidos; los más acomodaticios en vivir su vida (o su doble vida); y unos y otros tratan de olvidarse de la Iglesia y de su pertenencia a ella en todo lo que resulte prescindible.

Es muy comprensible la preocupación del Cardenal Shörborn y de otros obispos, que se han pronunciado en Austria intentando buscar soluciones. Como pastores inteligentes y formados saben que es una situación con salidas complejas. Castigar o intentar excluir a los líderes de la Iniciativa no haría más que agravar el problema y colocaría al Cardenal Arzobispo de Viena en un lugar que no le corresponde, con graves perjuicios para la Iglesia en su conjunto. Pasarlo por alto daría alas a los inmovilistas que le criticarían por su debilidad. Sobre todo hay que poder entender que se necesita tomar distancia de la situación y trabajar desde un punto exterior al conflicto para poder ser eficaces en las alternativas. Pasa por Austria y por sus autoridades eclesiásticas, pero las transciende, porque afecta a toda la Iglesia.

Quienes lideran la Iniciativa deben comprender también que si quieren una transformación profunda, esto lleva tiempo y reflexiones que deben plantearse en profundidad, por etapas, en círculos diversos y con sentido de proceso. Porque no sólo importa la consecución de una reforma, por otro lado imposible de realizarse en semanas o meses, sino con qué enfoques eclesiológicos se haga y cómo se realice, desde el punto de vista de las lógicas, de la participación y de los consensos. Máxime cuando, no sólo se ha de abordar y dirimir en Austria, aunque allí tenga un tratamiento específico; y cuando hay que ampliar el enfoque de las reformas concretas, para conciliar lo local y lo universal, anticipándose, si es posible, a explosiones de conflicto. Se necesitarán también signos convincentes de que esto va a ser abordado ya en un clima sereno de diálogo, colaboración amplia y búsqueda de consensos.

Queda claro que es éste un conflicto que no puede ser resuelto sin la colaboración de las partes y sin una implicación positiva de Roma. Sentarse juntos, escucharse y hacerse cargo de las legítimas preocupaciones una parte de la otra es lo único que parece conducente. Si las demandas de la Iglesia austriaca no conectaran con un interés de la Iglesia Universal tendrían difícil solución. Pero nada de eso parece suceder. Y a priori no hay ningún tema para el que no se puedan encontrar salidas aceptables teológica y eclesiológicamente hablando.

Es preciso “subirse al balcón” y ver las preocupaciones e intereses que existen más allá de determinadas posiciones. Porque hay varios intereses compartidos que pueden emerger con facilidad para orientar las demandas de reforma: la vida eucarística de las comunidades, la inculturación de la Iglesia en la sociedad en la que vive, el crecimiento de un compromiso comunitario con una Iglesia más creíble y más acorde con valores del Evangelio, la acogida pastoral. Y en la historia de la Iglesia desde sus orígenes hay orientaciones que, aunque en los últimos siglos no se hayan puesto en práctica en la Iglesia Católica Romana, siguen siendo válidas.

Hay además otra cuestión crucial, que es la del avance o retroceso en el acercamiento con otras Iglesias cristianas. Si el conflicto de Austria terminara en cisma, este no se detendría en Austria. La desesperación ante el inmovilismo aparente es muy amplia en los sectores más comprometidos con la Iglesia. Y generaría simpatías de otros más alejados. Tal vez los disidentes podrían aproximarse a las Iglesias reformadas en una dispersión, que no es lo que buscan estas Iglesias. Y tal vez también, después de producirse esa grave sangría, habría un movimiento de los sectores más cerrados de algunas Iglesias, que querrían venir a formar parte de una Iglesia Católica Romana atrincherada en posiciones tradicionalistas y sectarias.

No es eso lo que espera de la Iglesia una humanidad doliente, que precisa ver en la Iglesia el rostro de Cristo solidarizado con los dolores, los gozos y las esperanzas de la Humanidad. No es lo que anhelan la mayoría de los creyentes, ni lo que se convendría a esa juventud católica, representada- en parte- por los que vinieron a la JMJ; que por más vivas al Papa que dieran en este contexto madrileño de emoción, se verían gravemente afectados por esa deriva cismática.

No hay que ignorar que por bien que se aborde la cuestión, no va a llover a gusto de todos. Algunos sectores de diferente signo rechazan la mediación, porque sus intereses, ocultos en gran parte debajo de la punta del iceberg que representan sus argumentos explícitos, son, en gran medida particulares o sectarios; y están íntimamente unidos a posiciones rígidas e inamovibles, (en ocasiones corruptibles, por aquello de que “el fin justifica los medios”, o por intereses espurios desde el inicio).

De conflictos como este y otros similares, sacan sus réditos. La preocupación por ellos debería quedar en un segundo lugar, frente a la de buscar salidas eficientes con una conciencia eclesial amplia e inclusiva; sugiriendo innovaciones que promuevan un cambio real, con los menores costes posibles y con la mayor coherencia evangélica deseable. Un cambio que beneficiara la consecución de esos intereses compartidos que se orientan hacia la gran Misión de la Iglesia en el mundo, ligada al mensaje de Jesús de Nazareth, algo en lo que se juega hoy la Iglesia Católica Romana su identidad y su futuro. Con ella, se lo juega también toda la Humanidad y de una forma especial, los y las más pobres.

Y para quien no sepa, o a quien pretenda ignorar las condiciones de la mediación, tan sólo recordar que esas reglas y límites existen. La mediación, además de requerir una demanda de las partes, tiene una supervisión ética universal; y hay en contextos en los que no es posible. Las prácticas corruptas y el abuso de poder son algunos de los límites que impiden su desarrollo.

Por eso, la mediación, aunque se ofrezca a todos no puede realizarse con todos. Salvadas y denunciadas esas objeciones cuando se den, hay que intentar que los consensos y los compromisos de colaboración y evaluación en este proceso de renovación conciliar imprescindible ya sean lo más amplios posibles. La misión profunda del mediador es “deshacer los nudos, para rehacer los lazos”. En la Iglesia es el proceso que ayuda a labrar la Comunión.