diumenge, 3 de juliol del 2011

Repensar el cristianismo, por José Arregi

de 
Todo el mundo sabe que Hipócrates (s. V a.C.) es considerado “el padre de la medicina” y “el médico” por antonomasia. A él se le atribuye, con razón o sin ella, el famoso “juramento hipocrático”: “Por Apolo médico y Esculapio, por Higias, Panacace y todos los dioses y diosas, juro que cuando entre en una casa no llevaré otro propósito que el bien y la salud de los enfermos”. Muchos estudiantes de medicina, al final del grado, siguen haciendo el mismo juramento en versión actualizada y sin mencionar a los dioses, pues éstos han resultado ser menos inmortales de lo que Hipócrates pensara.

No estaría mal –permítaseme la digresión– que los políticos, los empresarios y los periodistas hicieran también un juramento similar en nombre de lo que consideren más sagrado: “Juro que diré la verdad, cuidaré la vida y defenderé al más necesitado sin buscar mi lucro”. Y que los obispos, en vez de jurar obediencia al papa que les ha nombrado y les puede ascender, dijeran: “Juro por Jesús que defenderé la libertad, la fraternidad y la igualdad dentro y fuera de la Iglesia”. Y que todos los teólogos, en vez de aquel “juramento antimodernista” que ha estado vigente hasta no hace muchos años, pronunciaran también su particular juramento hipocrático: “Juro por el Espíritu o la Ruah de Dios que me empeñaré en preparar odres nuevos para el vino nuevo, en liberar la buena nueva de los dogmas viejos, en hacer una nueva teología razonable y liberadora como la Ruah de Dios para el mundo de hoy”. Jesús prohibió jurar, pero estos juramentos le gustarían.
Volvamos a Hipócrates. Fue un médico moderno en su tiempo, y se dejó guiar por la observación y la experimentación. Negó, por ejemplo, que la “enfermedad sagrada” –así se llamaba a la epilepsia– se debiera a la acción de los dioses, y se opuso a tratarla con conjuros; él la trataba con buena dieta. Pues bien, un médico de nuestros días, Manuel Guerra Campos –hermano de aquel obispo integrista de Cuenca, diputado en Cortes por nombramiento de Franco–, asegura en sus Confesiones de un creyente no crédulo que Hipócrates no pasaría hoy de un 0 en un examen de Anatomía. Y el Dr. Guerra Campos, se pregunta: ¿Cómo es posible, sin embargo, que la Iglesia siga hoy con el mismo lenguaje y las mismas creencias que hace cientos y miles de años?

A eso iba. No es ésa la cuestión más importante en los tiempos que corren –¿qué diría Hipócrates de esta gravísima enfermedad en que está sumido su país, Grecia, y el nuestro y todo el planeta a causa de cuatro ricos que padecen la enfermedad más mortal de todas que es la codicia sin límite?–. Ésta es sin duda, también para la Iglesia, la cuestión más importante, mucho más importante que la “increencia” y el “relativismo”, la familia y la eutanasia e incluso el aborto, y no digamos la religión en la escuela. Pero creo que también es urgente para los cristianos hacer otra teología, una teología que vuelva la fe comprensible para hoy. Esa ha sido siempre la misión de los teólogos: decir la fe de una manera razonable para los hombres y mujeres de cada tiempo y lugar. Solo una teología razonable puede ser liberadora. Hay que repensar el cristianismo, para que sea evangelio liberador.

El cristianismo no puede ser evangelio liberador manteniendo conceptos y paradigmas del pasado que hoy resultan anacrónicos, absurdos e incluso nocivos. Que Hipócrates, un genio, hoy no pudiera aprobar ninguna asignatura de Medicina nos parece tan normal. Lo mismo le pasaría a Descartes en Filosofía, por mucho que la Filosofía no evoluciona en los mismos parámetros que las ciencias empíricas. Pero hoy no le valdría su famoso “pienso, luego existo”, y el tribunal se le reiría si repitiera que el cuerpo y el alma se conectan en la glándula pineal. Hasta el mismísimo Einstein, genio entre los genios y muerto hace solo 56 años, hoy suspendería en física cuántica, y seguiría afirmando ingenuamente que “Dios no juega a los dados”.

Pues sí que juega, aunque es una forma de hablar. Lo cierto es que no podemos seguir haciendo teología, es decir, hablando de Dios con imágenes y lenguajes que pertenecen a cosmovisiones anacrónicas, a paradigmas obsoletos. Por ejemplo, no podemos hablar de Dios como se hablaba en un mundo estático y determinista, piramidal y geocéntrico: arriba el cielo habitado de dioses con un Dios Supremo al frente, abajo la tierra creada por Dios desde fuera, y más abajo el infierno para los malos. Dios no es un Ente, ni es Algo, ni es Alguien con psicología y sentimientos como los nuestros.

Dios no interviene desde fuera cuando quiere. Dios no tiene por qué encarnarse una vez desde fuera, pues es la Carne del mundo, el Ser de cuanto es, el Corazón de cuanto late, el Verbo activo y pasivo de toda palabra, el Dinamismo de toda transformación, la Ternura de todo abrazo, el Tú de todo yo y el Yo de todo tú, la Unidad de toda diversidad y la Diversidad de toda unidad, la luz de toda mirada, la conciencia de toda mente, la Belleza y la Bondad que sostienen y mueven al universo en su infinito movimiento, en su infinita relación.

Y no podemos hablar de Jesús en los términos de la metafísica dualista que subyace a los dogmas: como si Dios fuera una “substancia” distinta y separada del mundo, como si en Jesús asumiera “nuestra substancia” por primera y única vez, de manera singular y milagrosa, como si Dios no fuera el verdadero Ser de todo cuanto es, como si todo ser humano no fuera divino por el mero hecho de ser bueno. Jesús fue un hombre bueno, un hombre libre, y ahí se resumen todos los dogmas. Así de simple.

Ni podemos hablar de la revelación y de la encarnación de Dios como si este planeta fuese el centro del universo y como si la especie humana fuese el culmen de la evolución de la vida. El universo no tiene centro, y la vida en este planeta seguirá evolucionando todavía durante miles de millones de años, y seguramente también en infinidad de otros planetas en un universo sin límite. Y Dios es el Corazón y el Misterio del universo siempre revelado y oculto, el Fuego que lo habita.

Tampoco podemos hablar del ser humano como si la biogenética y las neurociencias no hubieran demostrado que no tenemos más conciencia y libertad que aquellas de las que nos hacen capaces los genes y las neuronas. Y no es poco, pero tampoco es tanto (todavía). La libertad está en camino, como el cosmos, la vida y la conciencia. La libertad es la meta de toda la creación. ¿Y el pecado? ¡Qué absurdo y nocivo nuestro lenguaje tradicional sobre el pecado, y por lo tanto el perdón! El pecado no es la culpa contraída con una divinidad, sino la herida, el error, la finitud y el daño. Pero somos amados y podemos seguir: eso es el perdón.

Así deberíamos seguir revisando todo lo dicho sobre la “salvación” o el “más allá”, para volverlo a decir con palabras libres y metáforas nuevas, pues nada de lo dicho es esencial en la fe, sino justamente lo indecible. Lo dijo nada menos que Santo Tomás de Aquino hace 800 años. Lo malo es que él sí aprobaría hoy un examen de teología en la mayoría de las Facultades. Con él sucede lo contrario de lo que sucede con Hipócrates o Einstein: las autoridades eclesiásticas de su tiempo le suspendieron como heterodoxo, pero más tarde proclamaron su teología como “teología perenne”, inmutable.

Sencillamente, no tiene sentido, y el “doctor angélico” sería el primero en protestar por seguir aprobando hoy con la teología de hace ocho siglos, y nos diría con pena que le hemos traicionado. En efecto, ser fieles a Santo Tomás de Aquino no consiste en repetirle, sino en hacer en nuestro tiempo lo que él hizo en el suyo: repensar el cristianismo, para que sea iluminación y consuelo, medicina y liberación.

José Arregi