Nosotros teníamos esperanzas...
y resultó que vino él, Jesús, y las asumió todas.
Y nuestros corazones bailaban de alegría.
Pero él ayer murió.
Le mataron.
Le matamos.
Oh sí, queríamos ver nuestros sueños cumplidos.
Todos.
Pero para nada queríamos pagar su precio.
Nos retiramos todos.
De una u otra forma, todos le negamos.
Algunos le siguieron de lejos
y vieron los signos de su tortura
y su muerte.
Decidieron diluirse entre el pueblo
y conservar la vida.
Si hubiéramos estado más bien organizados...
Si hubiéramos previsto lo que pasaría...
Si hubiéramos podido disuadir a Jesús...
Mostrarle claramente que era mala idea -malísima-
subir a Jerusalén.
No era esto lo que esperábamos.
De verdad, que no.
Creíamos que Dios estaba con él.
Que era el Mesías que esperábamos
y que con él todo cambiaría.
¡Ja!
¡Cómo si ni tuviéramos suficiente experiencia de mesías muertos,
de rebeliones ahogadas,
de ajusticiamientos masivos!
A ver, ¿dónde está Dios cuando pasa todo esto?
Porque nuestro pueblo y el Sanedrín se han lucido con su muerte,
pero el "Sobre Todo Nombre" ha callado una vez más.
Calla siempre...
y, cuando habla, matamos a los profetas que nos envía.
En fin, ayer murió nuestra esperanza, toda esperanza.
Porque Jesús ha sido el mayor profeta que nos ha enviado.
Y todos le hemos dado la espalda.
Ha muerto.
Y, con él, todos nuestros anhelos.
Ya no queda nada.
Sobrevivir.
Rehacer nuestros caminos.
Volver a nuestras casas,
a nuestros trabajos,
a nuestra simple supervivencia.
Pasaremos el resto de nuestras existencias
como nuestros padres:
con la cabeza baja,
bendiciendo al Santo con nuestros labios
pero quemándonos el corazón el sinsentido.
Hoy
unos se encierran en las casas,
muertos de miedo
o entregados al llanto
(o ambas cosas);
otros recogen sus bártulos
y emprenden el camino de vuelta,
enfadados con ellos, con Dios, con la vida.
Todos, decepcionados.
Todos, derrotados.
Todos, también.
en el fondo,
muertos.
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