Tras una visita protocolaria a Perú, con los consabidos discursos y solemnes concelebraciones, el cardenal Marc Ouellet, presidente de la "fábrica" de obispos del Vaticano, se fue a una misión de la zona de la selva a visitar a una congregación de religiosas, a las que conocía y estimaba mucho, porque habían colaborado con él en el arzobispado de Québec. Buen conocedor de la realidad latinoamericana (estuvo mucho tiempo en Bogotá), se vistió de calle, para no llamar la atención y, por sus propios medios (sin chófer, ni coche privado ni secretario) se presentó en la misión. A cientos de kilómetros de la capital y en plena selva.
Tras el júbilo de los saludos y de compartir una animada charla con las religiosas, pasaron a cenar. Una cena de lo más frugal. Terminada la cena, el purpurado se dio cuenta de que la choza en la que vivían las monjas era demasiado pequeña y, por lo tanto, no había espacio ni habitación para dormir.
Discreto, el cardenal pidió permiso para retirarse a la otra choza de las monjas, la que les servía de capilla, a rezar. Y allí rezó, hasta que le venció el sueño y se quedó dormido en el suelo.
A la mañana siguiente, llegó el misionero para celebrar misa y, al ver, a un hombre tumbado en la choza-capilla, fue a avisar a las monjas: "¡Hay un hombre dormido en la capilla!"
Las monjas le dijeron que el hombre era un cardenal, uno de los más importantes de la Curia, el hacedor de obispos. Y el misionero, que nunca se había visto en otra igual, regresó, se presentó y, como es lógico, le preguntó si quería concelebrar con él. El cardenal aceptó encantado. Y como el misionero no tenía alba ni casulla, allí celebraron misa, en la choza, con sendas estolas por todo ornamento litúrgico, el cardenal-papable y el misionero de la selva amazonica.
Una concelebración sin casi nada, pero con el Todo. Una misa sentida, profunda, donde casi se palpaba la presencia de Dios. Un momento mágico. Un Tabor en medio de la selva peruana.
El cardenal regresó a Roma, pero dejó a las monjas y al misionerlo con un recuerdo imborrable. De hecho, cuando contaba la anécdota, el misionero siempre concluía así: "¡Y yo que era de los que pensaba que el Espíritu Santo había escapado de Roma!"
José Manuel Vidal
(Recibido por mail)
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